sábado, 22 de noviembre de 2014

Uzbekistan, Dia 5: Los alrededores de Bukhara

Un día más padecimos el pésimo diseño del edificio del hostal. Siglos y siglos de sabiduría árabe plasmados a la arquitectura y a como diseñar y construir edificios que conserven el fresco en su interior, para que llegue un listo con ganas de dinero fácil a costa del turista y decida que lo mejor es poner las habitación justo debajo de la cubierta del edificio donde golpea durante 14 horas sin piedad el sol del desierto. Nuestra parte de culpa tuvimos, más preocupados por ahorrar cuatro sums que por asegurarnos un sitio cómodo donde descansar. Cuanto más lo pienso, más ganas me dan de desaconsejar el hostal, pero mi cabeza, con más bondad que yo gira con presteza hacia el estupendo desayuno que seguía al horrendo despertar y la idea de nombrar el hostal se disipa entre murmullos.

Hoy madrugamos menos, visto que tampoco nos quedaba tanto por ver, y dedicamos la primera hora del día a visitar con calma la plaza de Lyabi. La estatua de Nusreddin con su burro presenta una imagen amable y simpática del islam, alejada de tanto IS, Al-qaeda, talibanes, clérigos chiíes y demás gente seria y cabreada con pocas ganas de sonreir y muchas de complicar la vida a la gente bajo pretextos de dioses y profetas pasados.




A la espalda de la estatua, la madrassah de Nadir Divan-Beghi, con los pavos reales en la fachada principal, contraviniendo las estrictas reglas del islam, muestra de que pese a ser ciudad santa, en Bukhara siempre ha pervivido unas creencias suaves, moduladas por los pueblos que han pasado por aquí, y que aglutina creencias ancestrales y herejías exiliadas en estas tierras aisladas por terribles desiertos.


Callejeamos hacia el este, internándonos en las vidas de los habitantes, bajo la mirada de madres sentadas en escalones y niños jugando alegres, ajenos a los turistas ocasionales que como nosotros se alejaban de las plazas principales. Buscábamos el mausoleo de Char Minor, interesante edificio con cuatro torres coronadas por cúpulas turquesas, que pone otra nota discordante entre la homogeneidad de las madrassahs al estilo uzbeco. La encontramos en una placita muy agradable, de las muchas que jalonan el paseo del viajero por Bukhara. Un curioso columpio solitario a la vera de otro estanque acompaña al mausoleo, que por dentro no tiene mucho interés y en el que además han instalado otra tienda de souvenirs para turistas.

           

La siguiente parada exigía coger un taxi y salimos a la calle principal con ese propósito. Nos buscó él a nosotros, y el hombre mayor que lo conducía nos llevó en dirección opuesta para cambiar su puesto con el de su hijo, que hablaba algo más de inglés y se le veía bastante más suelto con los turistas que a su padre. Le indicamos nuestro destino, pactamos el precio y atravesamos la zona “moderna” de la ciudad hasta el santuario de Bakhaouddin Nakhchbandi, un clérigo sufí del siglo XIV muy venerado por la zona.

Al llegar nos sorprendió el gentio, nada habitual en los edificios religiosos que habíamos visto hasta ahora, bien fueran mezquitas o madrassahs. Gente de todas las edades, mujeres, hombres acudían alegres al santuario poblando la entrada principal o comprando souvenirs y golosinas que vendían en los alrededores. No se veían muchos turistas y los feligreses nos miraban curiosos y sonrientes. No nos sentimos incomodos en ningún momento y entramos con la marea de gente al interior del santuario.

Este se componía de patios con fuentes y arboles, y pese al criminal calor paseamos con total libertad por su interior mientras que nos mezclabamos con la gente que acudía a rezar o a pasar el día. En el último patio, y el más grande está plantado un arbol aparentemente más muerto que vivo bajo el que pasan los supersticiosos, esperando un golpe de suerte. También la gente arranca pequeñas astillas del tronco para llevarselas de recuerdo o de amuleto. Respetuosamente decidimos no tocar ni pasar por debajo del arbol y nos volvimos al comienzo del santuario, donde revoloteamos alrededor del cementerio, mientras que nos cobijabamos en las ya escasas sombras.



De nuevo fuera del santuario, compramos unas rosquillas de anis bastante sosas enlazadas por un cordel y le pedimos a nuestro flamante chofer que nos llevara al palacio del último emir de Bukhara,  que lo fue ya durante la época de protectorado ruso.


El palacio, honradamente lo diré, nos pareció una soberana castaña, indigno de gastar ni un solo minuto en su visita. Hay algun edificio con el interior de algún interés, pero nos entretuvimos más en alimentar a los pavos reales con las rosquillas que de admirar los detalles de los edificios. Además se acercaba la hora en la que uno no puede estar haciendo turismo en Asia Central, así que le dijimos a nuestro amigo conductor que nos llevase de vuelta al centro, donde tomamos unas coca colas a la vera del estanque de Liabi Hauz.


Tras comer en el sitio de siempre y tomarnos un cafe en la cafetería con wifi extraña por la que no pasaba nadie, la tarde la pasamos deambulando por Bukhara, repitiendo las visitas que más nos habían gustado y disfrutando por ultima vez sobre todo de la vista del complejo de Po-i-Kalon, que espero que nunca se disipe del todo de nuestras retinas.


Al día siguiente por fin llegaríamos a la etapa final de la ruta: Samarkanda.